1. “El fundamento de la unidad en el Cuerpo de Cristo”
En Efesios 4:4, el apóstol Pablo proclama: “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu”, enfatizando la razón esencial por la que la Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, debe mantenerse unida. El pastor David Jang, al interpretar este pasaje, destaca que, aunque la Iglesia abarque una variedad de manifestaciones y culturas, su origen único se encuentra en Cristo. La declaración de que el Cuerpo es uno no se limita a la uniformidad organizativa, sino que refleja una “unidad” espiritual y concreta en el Espíritu Santo.
Esa unidad va más allá de la apariencia externa o de imponer un modelo comunitario específico. Con la frase “hay un solo Espíritu”, Pablo deja claro el punto de partida común para los creyentes en la Iglesia. Ser llamados a la Iglesia significa que el Espíritu Santo condujo a cada persona a creer en Jesucristo y a formar parte de Su cuerpo. Por consiguiente, nadie puede apropiarse de derechos exclusivos ni presumir superioridad; antes bien, todos deben reconocer que, en un solo Cuerpo, somos miembros equivalentes que crecen juntos.
El pastor David Jang subraya que el concepto de ser “un solo cuerpo en Cristo” no equivale a suprimir la diversidad ni a imponer la uniformidad. Por el contrario, lo esencial consiste en trenzar armónicamente los distintos dones y ministerios para constituir una comunidad orgánica, idea que converge con la enseñanza de Pablo en 1 Corintios 12, según la cual la Iglesia, al igual que un cuerpo, posee varios miembros. Así, el pastor David Jang insta a los fieles a valorar plenamente su lugar y misión en la Iglesia, practicando la unidad verdadera a través de la interdependencia, en lugar de la competencia.
En Efesios 4:4–6, Pablo enumera siete bases para la “unidad”: un solo cuerpo, un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios. Estas verdades explican por qué la Iglesia es, en su naturaleza, una sola comunidad que no debería dividirse. David Jang recalca que, “pese a la claridad de esa base, la Iglesia ha experimentado repetidas divisiones a causa de asuntos secundarios y de divergencias históricas o culturales”. Por ello, insiste en que la única manera de forjar una unidad verdadera reside en aferrarse a la esencia del Evangelio.
Entre los mayores peligros que amenazan la unidad eclesial se encuentra la secularización excesiva. Desde fines del siglo XX, el influjo de diversos movimientos culturales e intelectuales alcanzó también a la Iglesia. Por una parte, nació un ímpetu para llevar el Evangelio al mundo, mientras por otra surgía la inquietud de no caer en una mundanización extrema. El pastor David Jang no descarta la llamada “teología de la secularización” en su totalidad, sino que valora su enfoque de la Misión de Dios (Missio Dei) y, al mismo tiempo, advierte que la Iglesia debe cuidar que no se diluya el corazón del Evangelio.
Asimismo, resulta dañino que la Iglesia asuma posturas excesivamente cerradas o exclusivistas. Afirmar que solo una denominación o tradición es perfecta y legítima menoscaba la esencia del Evangelio y el sentido de unidad, conduciendo fácilmente a formalismos externos. Para superar ese sectarismo y la dispersión, David Jang recomienda meditar cada día en los “siete fundamentos de la unidad” expuestos en Efesios 4.
La meta última de la Iglesia es la integración de la historia entera en Jesucristo, hasta la consumación del Reino de Dios. Si confesamos que Cristo, como Alfa y Omega, es el origen y el final, entonces la Iglesia ha de reflejar esa dirección con nitidez. Buscar la “unidad” no significa únicamente aspirar a la concordia interna, sino también preparar la llegada del Reino de Dios. Ni las estructuras de este mundo ni el empeño humano pueden producir la paz genuina y la restauración, donde espadas y lanzas se transformen en arados y hoces. Solo el Evangelio de Cristo, que une a los creyentes y los envía al mundo, produce esa maravillosa expansión del Reino.
La Iglesia, en su calidad de asamblea de los salvados, debe simultáneamente ser una “comunidad enviada” que, con la predicación del Evangelio y el servicio, riega la sal y alumbra la luz en el entorno. El pastor David Jang afirma: “La Iglesia es un espacio donde todos pueden entrar libremente para experimentar la gracia y, luego, partir nuevamente al mundo para compartirla”. Con ello, nos recuerda que la razón de ser de la unidad traspasa las fronteras eclesiales y se orienta hacia un propósito misionero en el exterior.
En conclusión, abrazar las siete declaraciones de Efesios 4 –un solo Cuerpo, un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios– es la clave que repara las divisiones de la Iglesia, establece la plena unidad y nos impulsa hacia el Reino de Dios. David Jang asegura: “Si la Iglesia se arraiga de nuevo en esta verdad esencial, podrá experimentar con mayor plenitud el poder y la gracia del Evangelio, incluso bajo los cambios drásticos de la sociedad actual”.
2. “El misterio de la gracia y del don—la esencia de la salvación dada gratuitamente”
En Efesios 4:7, Pablo proclama: “Pero a cada uno de nosotros se nos ha dado la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. Basándose en ese texto, el pastor David Jang subraya el mensaje central del Evangelio: la salvación que hemos recibido no brota de nuestros méritos ni de nuestros esfuerzos, sino que es “gracia otorgada sin costo” y “un don de Dios”.
La parábola de los jornaleros de la viña, en Mateo 20, ilustra de manera contundente esta gracia. A quienes trabajaron desde el amanecer y a los que laboraron apenas una hora antes de la caída del sol, el dueño les dio la misma remuneración. Los que habían trabajado más se quejaron, pero el dueño replicó: “No os hago injusticia; os doy lo que os prometí”. Con esto se ve lo “injusta” que puede parecer la gracia a nuestros ojos, a la vez que Jesús muestra cómo “el que no merecía nada, de pronto lo recibe todo”, revelando el carácter asombroso de la gracia.
Dios, dueño de la viña, puede conceder la misma salvación a aquellos que, por causa de su pecado, jamás podrían aportar mérito alguno. David Jang llama a esto “la gran revolución de la gracia”, que derriba cualquier pretensión de medir la salvación en función de las obras o las capacidades humanas. Si concebimos la salvación “como resultado de nuestros logros o cualidades”, ya estamos desvirtuando la esencia del Evangelio.
El término “gracia” procede del vocablo griego charis, utilizado repetidamente en el Nuevo Testamento para describir el favor unilateral de Dios. Un don es algo que no requiere pago de quien lo recibe; surge tan solo de la bondad y el amor de quien lo entrega. Además de la parábola de Mateo 20, la del hijo pródigo en Lucas 15 también describe vivamente esta verdad. El padre, sin poner condiciones, acoge al hijo que regresa tras una vida disoluta y le organiza una fiesta, ilustrando el corazón del Padre celestial, que brinda misericordia y amor inagotables a “todo el que decida volver”.
En este sentido, la Iglesia debe proclamar esa gracia a los que no la conocen, o aún no la han comprendido, y, al mismo tiempo, mantenerla viva en su interior para aprender a aceptarse y a perdonarse mutuamente. El pastor David Jang enfatiza: “Quien se reconoce pecador sabe que no puede vivir sin la gracia y avanza con gratitud y humildad, apoyándose únicamente en el don divino”. Sin embargo, si la Iglesia extravía el sentido de la gracia e interioriza la idea de “recibo porque me lo he ganado”, inmediatamente surge la condena y la exclusión, que se oponen al núcleo del Evangelio.
En Mateo 9, Jesús come con publicanos y pecadores y asegura: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. La Iglesia ha de imitar la actitud de Cristo, presentando una invitación de misericordia y salvación a todos los pecadores del mundo. El pastor David Jang enfatiza: “La persona que se asume pecadora y vive solo gracias a la gracia de Dios es el verdadero testigo del Evangelio”. En última instancia, el hecho de congregarnos en la Iglesia para adorar y tener comunión obedece a que todos somos pecadores perdonados por gracia. Por tanto, la Iglesia no puede convertirse en un club cerrado ni autopresentarse como la reunión de justos que enjuicia al mundo.
Efesios 2:8 declara: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”. Del mismo modo, la unidad de la Iglesia se sustenta en esa gracia. Al recordar que se nos otorgó gratuitamente, desaparece la posibilidad de presumir “soy mejor que tú” y comienza el mutuo respeto. Entonces la Iglesia vive efectivamente la obra del Espíritu que propicia la unidad. Según David Jang, “la gracia de Dios es el pegamento que mantiene unido el Cuerpo en la Iglesia; cuando se pierde esa conciencia, irrumpe la discordia y la división”.
Conforme crece nuestra conciencia de la gracia, los creyentes dejan de ensalzarse a sí mismos y se enorgullecen del amor divino, abriendo su corazón para acoger y abrazar a las almas oprimidas. Al reconocer que también nosotros somos obreros que llegamos al viñedo a última hora y aun así recibimos un denario completo, se esfuman los rangos y las discriminaciones.
3. “La unidad que se alcanza en la diversidad—el propósito de los dones y ministerios”
En Efesios 4:8, Pablo cita el Salmo 68: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres”. Se trata de una imagen del Antiguo Testamento, en la que un general victorioso se apropia del botín de guerra y lo distribuye entre sus soldados. Sin embargo, Pablo la aplica a Cristo, quien se humilló (encarnación y sufrimiento), triunfó sobre la muerte (resurrección) y ascendió al cielo, para luego repartir “dones” a la Iglesia, cual “botín” de Su conquista. El pastor David Jang resalta que el ministerio de los creyentes se fundamenta en la victoria de Cristo y que Dios no otorga dones por mérito humano, sino conforme a Su gracia.
En Hechos 2, la venida del Espíritu Santo desemboca en alabanzas a Dios en múltiples lenguas, reflejando la variedad de dones. Del mismo modo, 1 Corintios 12, Romanos 12 y Efesios 4 describen carismas variados, que se unen para robustecer la unidad. El pastor David Jang recalca: “La finalidad de los dones no es segmentar la Iglesia, sino entrelazarlos para edificar el Cuerpo de Cristo”.
Efesios 4:11 alude a cinco oficios ministeriales: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (algunos los consideran cuatro, fusionando pastor y maestro). El pastor David Jang explica que estos roles reflejan la realidad de la Iglesia primitiva, pero sus principios son perfectamente aplicables hoy: el apóstol funda y es enviado, el profeta declara la voluntad de Dios, el evangelista difunde el Evangelio, el pastor apacienta y el maestro instruye en la Palabra.
Ninguna de estas funciones es superior o inferior, todas son indispensables. Así como cada miembro del cuerpo ejerce una actividad distinta, la Iglesia necesita a personas con carismas diversos para servir. Pablo compara esta variedad con las partes del cuerpo –ojos, manos, pies, oídos–, las cuales no pueden faltar sin perjudicar el funcionamiento global. Que la Iglesia se exprese con una sola voz no implica caer en la uniformidad forzada, sino combinar la multiplicidad de tareas y formar una sinfonía más rica.
En Efesios 4:12, Pablo resume el propósito de los dones: “a fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. Esto abarca tres elementos: primero, la Iglesia debe atender y sanar a las almas afligidas. El término griego katartismós sugiere “remendar, restaurar”, evidenciando la misión de la Iglesia de recomponer a quienes sufren por el pecado y el dolor. En segundo lugar, los creyentes sanados deben salir al mundo para servir y cuidar de los débiles, expresando el amor de Dios y construyendo justicia. Por último, todo este quehacer se concentra en consolidar el Cuerpo de Cristo, que es tanto el Reino de Dios como la asamblea de los salvos, enviados a la sociedad.
El pastor David Jang recalca: “Acompañar a los creyentes en el proceso de descubrir y usar apropiadamente sus dones es tarea esencial del liderazgo eclesiástico”. De lo contrario, los dones pueden malemplearse y convertirse en semillas de disputas. Si un creyente presume: “Mi don es más espiritual”, incurre en arrogancia, y si otro piensa: “No tengo ningún don especial, no valgo”, surge la desvalorización. Ambas posturas desestabilizan la Iglesia. De ahí que Pablo insista, en 1 Corintios 12, en que el ojo no puede despreciar a la mano, ni la mano al pie, destacando que los dones se confieren con el único propósito de glorificar a Dios, no de acrecentar la notoriedad personal.
Para fomentar una cultura de colaboración y de compartir dones, hacen falta “el respeto mutuo y la humildad”. En la actualidad, sobre todo en iglesias grandes o muy estructuradas, puede haber una brecha considerable entre los dones que se ven y los que no son tan visibles. No obstante, sin los equipos de servicio, administración, finanzas, estacionamiento o los variados ministerios de acompañamiento, la Iglesia no podría funcionar correctamente. David Jang enfatiza: “Si reconocemos y valoramos los diferentes dones y cooperamos con ellos, el mundo podrá percibir que el Reino de Dios ya está presente entre nosotros”.
En conclusión, por más distintos que sean los dones, cuando su foco y su meta se concentran en Cristo, la Iglesia puede alcanzar una unidad más plena. Esta “unidad en la diversidad” es la visión ideal que Pablo pinta en Efesios, y constituye el meollo de la eclesiología que el pastor David Jang proclama con insistencia.
4. “La verdadera misión de la Iglesia: comunidad del Reino de Dios enviada al mundo”
Al hablar del rumbo que debe tomar la Iglesia, el pastor David Jang recurre con frecuencia a la expresión “In and Out”. Esto alude a la necesidad de mantener en equilibrio tanto el reunirse (In) como el dispersarse (Out). La Iglesia primitiva, tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, floreció como una comunidad ferviente de adoración, pero al mismo tiempo se extendió por Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines de la tierra anunciando el Evangelio. Cuando se prioriza solo uno de estos dos aspectos, surgen graves desequilibrios: encerrarse únicamente hacia adentro puede convertir a la Iglesia en un grupo religioso aislado del mundo; salir solo hacia afuera diluye el valor de la comunión y la adoración.
En la segunda mitad del siglo XX, el surgimiento de la “teología de la secularización” animó reflexiones intensas sobre cómo vivir la fe en el mundo, y se generalizó asimismo el concepto de la Misión de Dios (Missio Dei). Según esta perspectiva, la misión no es una estrategia de la Iglesia, sino la obra de salvación que Dios ya viene realizando en el mundo, invitándonos a participar de ella. A lo largo de Efesios, Pablo reitera que Cristo actúa en la historia para someter todas las cosas bajo Su señorío. Al comprender este hecho, la Iglesia puede proclamar con firmeza la soberanía de Cristo en cualquier cultura y nación.
El pastor David Jang puntualiza: “En una época de globalización acelerada, la Iglesia debe ampliar su horizonte”. Actualmente, conviven variadas etnias, lenguas y culturas en un mismo entorno, lo cual acarrea conflictos, pero también abre puertas para el Evangelio. Si la Iglesia abandona prejuicios raciales o culturales y se acerca con amor y gracia, podrá llevar el mensaje de reconciliación de Cristo al plano más concreto. Esto armoniza con Efesios 1:10, que expone el plan de Dios de “reunir todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos y las que están en la tierra”.
La responsabilidad social de la Iglesia, vista así, cobra gran relevancia. Con frecuencia, cuando se habla de la misión eclesial, se piensa únicamente en evangelismo y culto, pero desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, Dios ordena cuidar de los huérfanos, viudas y extranjeros. Jesús se acercó a enfermos y pecadores, y la Iglesia primitiva practicó la vida en común y el servicio a los necesitados. El pastor David Jang destaca: “Si solo insistimos en la dimensión vertical (adoración y oración), la Iglesia puede aislarse del mundo; y si solo acentuamos lo social, corremos el riesgo de perder nuestra raíz espiritual”. Por tanto, se requiere un equilibrio sano de ambos polos.
En última instancia, la Iglesia es la comunidad que manifiesta el Reino de Dios en el mundo. Cuando persevera en la unidad, maximiza los dones de cada miembro y sirve tanto a la comunidad local como a la global, la humanidad experimenta el Reino de Dios por medio de la Iglesia. Pablo señala que “el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. En consecuencia, la Iglesia está llamada a testimoniar estos tres valores (justicia, paz y gozo) con su vida cotidiana.
En ocasiones, el pastor David Jang alude a la expresión popular: “Aunque tuerzas el cuello al gallo, el alba llega de todas formas”, para ilustrar que, aunque parezcan inamovibles las estructuras de este mundo, terminarán disolviéndose ante la llegada del “cielo nuevo y la tierra nueva”, completando el Reino de Dios. Aunque, a nuestros ojos, el avance de ese Reino sea incierto o lento, ya se está gestando y finalmente se consumará. La Iglesia, mientras tanto, ejerce el rol de “casa modelo” que anticipa el Reino.
De esta forma, cuando la Iglesia se arraiga en la gracia, promueve la unidad en medio de la diversidad y se concibe como comunidad enviada para encarnar el amor y la justicia de Dios, cumple su cometido genuino como Cuerpo de Cristo. La unidad y la santidad no se limitan al espacio eclesiástico, sino que se expanden al mundo para instaurar liberación, sanidad y bendición. David Jang sostiene: “Pese a la confusión y los conflictos que a veces sacuden a la Iglesia, volver a descubrir las enseñanzas de Efesios 4 –unidad y diversidad, gracia y don, e Iglesia como comunidad enviada– permitirá rescribir la extraordinaria historia de la salvación”.
En síntesis, la Iglesia es una asamblea de pecadores redimidos y, simultáneamente, el destacamento del Reino de Dios esparcido en el mundo. Unidos por la gracia gratuita, ponemos al servicio nuestros diversos dones para edificar el Cuerpo de Cristo y llevar el Evangelio, sanando a quienes sufren. Somos obreros de la viña, convocados no por mérito propio, sino por pura gracia. Cuando la Iglesia actúa con esta gracia en el servicio al mundo, la sociedad atisba el Reino de Dios y aguarda la plenitud de esa belleza que un día se manifestará por completo. Mientras se mantenga vivo ese maravilloso circuito evangélico, así como el amanecer llega aun cuando tuerzan el pescuezo al gallo, el Reino de Dios se hará cada vez más visible.